Cosas Pequeñas
LA PASTORELA
Juan Antonio Nemi Dib
Leí en alguna parte que los talleres de arte dramático están revolucionando a las corporaciones, que las clases -y las presentaciones- teatrales están mejorando drásticamente el clima laboral y sacando a flote lo mejor de las personas al punto que, en algunas empresas, la formación escénica es parte esencial de sus políticas de mejora continua.
De hecho, dice Adriana Alba que: “El teatro además de educar, proporciona a las personas la posibilidad de descubrir un poco de su propio rostro y también una terapia que nos enseña a vivir mejor. La actuación no es solo para los que tengan vocación de actores, es también un método de relajación e introspección. El trabajo del "Teatro como terapia" es estimular al alumno a desarrollar su creatividad y bucear dentro de sí mismo, donde habitan todos los personajes... el teatro como terapia es un método único o complementario de ayuda en la vida de las personas, tomamos conciencia de nuestras emociones y mecanismos de conducta y comportamientos, nos acerca a nuestro interior para conocernos más a nosotros mismos y a los demás e incluso a superar situaciones conflictivas. El teatro como terapia también colabora en descubrir nuestra identidad, a reafirmar nuestra identidad, a soltar emociones reprimidas, aprender a ser más flexibles y moldeables, a ser un poco más valientes dentro de nuestro propio mundo.”
Fue por eso que le pedí a Paty Díaz Veyán -mi compañera de trabajo, Secretaria Ejecutiva del Consejo Estatal para niños y adolescentes- que me hiciera el favor de conseguir un buen maestro de teatro y que me ayudara con la producción de una obra en la que actuaríamos los mandos medios del DIF. Me preguntaba si todas estas cosas casi mágicas que se dicen sobre los efectos de arte escénico serían ciertas y si podrían contribuir realmente a la mejora del clima laboral, a la integración del equipo de trabajo y a aumentar la sensación de bienestar de la gente dentro de la oficina. Así nació la “Compañía Empírica de Teatro Experimental del DIF Estatal”.
El maestro Tilo Pérez accedió generoso a montar la obra y a dirigirnos; fue el suyo un alarde de paciencia, tolerancia, creatividad y constancia, además de habilidad pedagógica. Al poco tiempo se incorporó la maestra Élida Baeza de Medina -que se hizo cargo de las coreografías y, para ser sinceros, hasta del necesario acondicionamiento físico con su energía imbatible y contagiosa-; Darcy Santos hizo un trabajo genial con la escenografía, el vestuario y el maquillaje y el profesor Jorge Araujo tampoco quedó atrás con la iluminación, la música y sus consejos impecables sobre el baile y la expresión corporal. Jesús Aguirre hizo del tango -junto con nuestra compañera Adelina Trujillo- un portento que despertó aclamaciones.
Desde el principio, Tilo optó por una pastorela (“Pastores de la Ciudad”, de Emilio Carballido y Luisa Josefina Hernández). Extraordinarios humoristas, Carlos Juan Islas y su hijo accedieron de buen grado -y buen modo- a realizar al texto, escrito en 1958, algunas adaptaciones que permitieran ubicarlo en los tiempos modernos; ya de suyo divertido y ágil, el montaje se convirtió prácticamente en una comedia que, con todo y sus dobles sentidos, más de una picardía dicha con gracia, ironías, chistes de corte político y oportunas salidas espontáneas, la convirtieron en una carcajada constante que logró atrapar al público, incluyendo decenas de niños que no paraban de gritar exigiendo al pérfido diablo que se largara de una vez por todas de la escena. Sin embargo, se cuidó mucho que la presentación no quitara identidad ni propósito al texto original: se conservaron íntegros por ejemplo, los villancicos del último cuadro, que fueron compuestos por Sor Juana Inés de la Cruz en diciembre de 1689.
Es imposible mencionar el trabajo de cada uno de todos los participantes en escena, ni las decenas de personas que -comprometidas- respaldaron la iniciativa detrás del escenario. Pero todos, sin excepción, hicieron un esfuerzo extraordinario que, en efecto, reveló maravillosas personalidades ocultas y mostró brillantísimas facetas de sensibilidad y humanismo. Cada quien costeó su vestuario, cada quién ajustó sus agendas para asistir a los extenuantes y continuados ensayos, cada quién distribuyó invitaciones y ayudó a cargar, a barrer, a pintar. Cada quien hizo suya la obra.
Dije y reitero que sólo por lo que me reí en los ensayos, que sólo por ver las caras cambiadas de mis compañeros de escena, pagaría y volvería a pagar. Fue una experiencia maravillosa, cómo nos fuimos transformando y “liberando” el espíritu interior. Mi compañera Yuri Cárdenas lo describió así: “El primer ensayo al que asistí fue un tanto lento. Se percibía una atmósfera general de tensión y algo de renuencia en algunos rostros. Todos seguíamos en nuestros trajes de burócratas y no cedíamos al famoso ‘feeling’. Y esto es muy entendible, pues no es nada, pero nada fácil transformarse en otra persona delante de los demás y perder tantas cosas que los humanos adoramos cargar a cuestas como los prejuicios, los convencionalismos, la formalidad y el indispensable ‘glamour’.”
Alguno de los noveles artistas me dijo que el ejercicio le había marcado para toda la vida y lo creo: el día de la presentación todos temíamos que la sala quedara vacía, pues competíamos con diez o doce eventos del mismo corte, a la misma hora de la misma fecha, que por cierto era viernes en la noche, iniciaban las posadas y ¡las vacaciones de Navidad!, sin contar con los festivales escolares. Pero venturosamente el Teatro del Estado estuvo repleto, la gente sentada en las escaleras y en los pasillos (y supimos de muchos que, ante la falta de espacio, optaron por retirarse).
Como escribió Yuri: “Hubo de todo: caídas, torceduras, muchas risas, abrazos, besos y cachetadas, improvisaciones inteligentes, gritos y sustos, tango, chiflidos y brincos. Los que alguna vez observé impecablemente vestidos en reuniones o actos protocolarios, estaban ahora frente a mí, convertidos por la magia del teatro en maravillosos personajes: en niños, en joven, en ángeles, en vaca, en burro, en borregos, en mujerzuelas, en beatas, en sirvienta y patrona, en vendedora de flores, en bolerito, en borrachos y en diablo. Los que al inicio tenían temores o desgano, después aportaban ideas para el guión, armaban sus propios vestuarios con cosas traídas de su casa o prestadas y ensayaban sus escenas aunque el director no se los solicitara. Los que poco se conocían o apenas se saludaban por los pasillos ahora se abrazaban y se ayudaban a aprender los diálogos. Cada uno de nosotros puede afirmar que ahora tiene 26 nuevos amigos con los que compartió una noche de reflectores y risas. Fue sin lugar a dudas una experiencia invaluable. Una más de las historias que le he de contar a mis hijos (cuando los tenga) con una sonrisa de oreja a oreja. He de agradecer personalmente, así como es debido, a todos los que formaron parte de esta gran aventura.”
Tengo grabados en la mente los generosos aplausos y conservo, ya secas, las flores que nos regalaron. Ha pasado un mes y la gente me detiene en la calle para bromearme con la pastorela o pedir que se repita. Fue maravilloso. Gracias a todos los que lo hicieron posible. Valió la pena.
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